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Mario Draghi: La dimensión internacional de la política monetaria

Por Banco Central Europeo29.06.2016 12:27
 

Discurso pronunciado por Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, en el Foro sobre Banca Central del BCE,
Sintra, 28 de junio de 2016

Durante los últimos años, los bancos centrales de las economías avanzadas han perseguido un mismo objetivo: elevar la inflación y las expectativas de inflación para recuperar unos niveles compatibles con la estabilidad de precios. Cada uno ha afrontado las circunstancias específicas de su jurisdicción, ha aplicado medidas adecuadas a su propio contexto y ha actuado siempre de acuerdo con sus estatutos.

Sin embargo, no es casualidad que todos los bancos centrales se hayan enfrentado a un mismo reto: el bajo nivel de inflación. Hay en juego factores mundiales. Y esto plantea la cuestión de cuál es el mejor modo de hacer frente a estos factores.

En un extremo, los bancos centrales pueden considerar las circunstancias mundiales como un factor completamente exógeno y definir sus políticas en consecuencia. En el otro extremo está la coordinación explícita de las políticas monetarias. Entre ambos, caben diversas soluciones informales.

Sea cual sea la perspectiva con que se contemplen estas alternativas, no cabe duda de que la cuestión de la dimensión internacional de la política monetaria está adquiriendo una relevancia creciente por el aumento de los factores comunes que afectan a los bancos centrales.

Los factores mundiales de la inflación

Una literatura económica cada vez más abundante sugiere que la globalización ha creado un factor común en la evolución de la inflación, que va más allá de las fluctuaciones de los precios de la energía o de las materias primas. El mayor volumen de importaciones ha aumentado la importancia de los precios y salarios internacionales con respecto a los nacionales, haciendo más relevante la brecha de producción mundial[1].

En este contexto, hay dos tipos de factores relevantes para el actual entorno mundial de baja inflación: factores más cíclicos, que han presionado los precios a la baja; y factores más estructurales, que han reducido el tipo de interés real de equilibrio y han ralentizado la respuesta de la economía a la política económica.

El primer tipo de factores incluye las grandes brechas de producción negativas generadas por la crisis financiera y los acontecimientos posteriores, que aún se sitúan en una media del 1 % entre las economías del G7[2]. Esta holgura de la economía mundial ha afectado, en particular, a la inflación de los precios de importación y de producción, ambos débiles durante varios años en las economías avanzadas. Los precios fijados por los productores de la zona del euro y por los productores de sus socios comerciales están, de hecho, fuertemente correlacionados[3].

Otro factor que ha contribuido a reducir la inflación mundial ha sido la caída de la demanda de energía y materias primas vinculada a la ralentización de los mercados emergentes. Esto ha favorecido no solo una menor inflación general, sino también una menor inflación subyacente a través de sus efectos sobre los costes y sobre los precios de importación. De hecho, si se desagrega la inflación de una economía avanzada media, se observa que desde mediados de 2014 se ha producido un notable aumento del componente mundial, relacionado en gran medida con las caídas de precios del petróleo y de las materias primas[4].

Estos diversos factores pueden originarse únicamente en partes de la economía mundial (algunos principalmente en las economías avanzadas, otros en los mercados emergentes), pero en un mundo integrado, tienen efectos mundiales. La debilidad cíclica se ha extendido por varios canales hasta convertirse en un reto similar para todos.
El segundo tipo de factores tiene un carácter más estructural. Son los factores globales que han llevado los tipos de interés reales de equilibrio a niveles muy bajos en las economías avanzadas, haciendo que para la política monetaria sea más complicado impulsar adecuadamente la demanda mundial una vez alcanzado el límite inferior efectivo de los tipos de interés nominales. En particular, esto ha llevado a muchos bancos centrales de economías avanzadas a adoptar políticas no convencionales a gran escala.

Este entorno de tipos de interés bajos es consecuencia del exceso mundial de ahorro deseado sobre la inversión planeada, resultante del aumento del ahorro neto a medida que la población prepara su jubilación; de la mayor demanda y la menor oferta de activos seguros; del relativo descenso del gasto de capital público en un contexto de ralentización del crecimiento de la población en las economías avanzadas; del constante cambio de las industrias intensivas en capital físico hacia industrias más intensivas en capital humano; y de la pérdida de dinamismo de la productividad, que reduce la rentabilidad de la inversión[5].

Aunque estos factores no pueden distribuirse homogéneamente entre las economías, sus efectos son globales, porque se propagan a través de los mercados financieros mundiales. La movilidad internacional del capital convierte el tipo de interés que equilibra el ahorro y la inversión en un concepto más global que local. Las estimaciones del tipo de interés de equilibrio indican también que es muy bajo, probablemente incluso negativo, en la zona del euro, Estados Unidos y otras economías avanzadas[6].

Esto no significa en modo alguno que los bancos centrales deban renunciar al cumplimiento a sus mandatos de estabilidad de precios internos. Con nuestras herramientas no convencionales hemos demostrado que es posible concebir condiciones financieras acomodaticias incluso cuando el tipo de interés de equilibrio es bajo. Y también hemos demostrado que esto puede respaldar de forma efectiva la demanda interna y avivar las presiones internas sobre los precios aun cuando soplen vientos desinflacionistas procedentes de la economía mundial.

La dimensión mundial de la baja inflación tiene, sin embargo, dos importantes implicaciones.

Hacer frente a los efectos externos de la política monetaria

La primera implicación es que, con los persistentes vientos en contra procedentes del exterior, los bancos centrales han tenido que aplicar una política monetaria más intensa para cumplir su mandato, lo que da lugar a mayores riesgos de inestabilidad financiera y efectos externos sobre la situación económica y financiera de otros territorios.

Estos efectos externos no son siempre necesariamente negativos para la economía mundial. Por el contrario, al garantizar la estabilidad económica y financiera internamente, las economías avanzadas también ayudan a estabilizar otras economías a través de los vínculos comerciales y financieros. La evidencia empírica muestra que el efecto externo neto de las medidas adoptadas durante la crisis ha sido positivo, especialmente en momentos (como tras la quiebra de Lehman) en que los países han hecho frente a perturbaciones globales comunes[7].

Al mismo tiempo, la política monetaria también ha generado inevitablemente efectos externos desestabilizadores, especialmente cuando los ciclos económicos estaban menos alineados, como prueban las grandes fluctuaciones de los tipos de cambio entre las principales divisas y las presiones sufridas por algunas economías emergentes debido a los flujos de capital. Esto no es tanto consecuencia de las medidas aplicadas por los bancos centrales[8], sino de la intensidad con que tuvieron que aplicarlas.
Estos efectos externos negativos han reavivado el interés por la coordinación de la política monetaria[9]. Pero la coordinación formal de la política monetaria es compleja, por razones bien conocidas[10]. Los bancos centrales tienen mandatos nacionales, no mundiales, y responden ante su parlamento nacional. Esto no significa, no obstante, que no podamos alcanzar una solución mundial mejor que la actual.

Hemos observado, por ejemplo, como políticas monetarias divergentes entre los principales bancos centrales pueden crear incertidumbre sobre las intenciones futuras, aumentando la volatilidad de los tipos de cambio y las primas de riesgo. Esta evolución debe contrarrestarse con una política monetaria más expansiva que acentúa los efectos externos sobre otras economías. Sabemos también que con las devaluaciones competitivas todos salen perdiendo en la economía mundial, pues solo generan mayor volatilidad del mercado, ante la que los demás bancos centrales se ven obligados a reaccionar para defender sus mandatos nacionales.

Por tanto, un mayor entendimiento entre los bancos centrales sobre las respectivas sendas de política monetaria sería claramente beneficioso para todos. Se trata, en último término, de mejorar la comunicación sobre nuestras funciones de respuesta y nuestros marcos de política.

La economía mundial se beneficiaría también de la cooperación entre las economías que originan los efectos externos y las que los reciben sobre el modo de atenuar estos efectos colaterales no deseados.

Un aspecto que necesitamos conocer mejor es cómo afectan los regímenes monetarios internos a la transmisión de las perturbaciones de la política monetaria exterior. En los últimos años se ha debatido sobre si el famoso «trilema» de la macroeconomía internacional ha quedado reducido a un «dilema», en el que los tipos de cambio flotantes ya no garantizan la autonomía de la política monetaria nacional y donde solo es posible la independencia de las políticas si se gestionan en la práctica los flujos de capital[11].Sin embargo, también existe evidencia de que los regímenes de tipo de cambio siguen teniendo relevancia. Varios estudios recientes respaldan la concepción tradicional de que la flexibilidad del tipo de cambio permite al menos cierto grado de aislamiento frente a las perturbaciones mundiales[12].

Otro aspecto es conocer de forma más general el papel de las políticas internas en la atenuación de los efectos externos negativos. Numerosos trabajos empíricos han mostrado en los últimos años que las políticas fiscal, macroprudencial, regulatoria y de supervisión pueden ayudar a mitigar los efectos adversos de la política monetaria exterior sobre la estabilidad financiera interna[13]. Así, las turbulencias en los mercados financieros mundiales tras el cambio de las expectativas sobre la política monetaria estadounidense en 2013 (el episodio conocido como taper tantrum) mostraron cómo las diferencias en los marcos de política interna determinan el grado en que los efectos financieros externos afectan a las distintas economías[14].

En otras palabras, tras la crisis ha quedado más claro que el famoso «principio de Tinbergen» que aplicamos en el ámbito interno hay que aplicarlo también en el ámbito mundial. Los responsables de la elaboración de las políticas deben disponer de instrumentos suficientes para cumplir sus objetivos. Y si los tienen, deben utilizarlos.

La necesidad de alinear las políticas

La segunda implicación del carácter mundial de la baja inflación es la existencia de una responsabilidad común para hacer frente a sus causas, sea cual sea su origen y procedencia.

De hecho, cuanto más afectado se ve el entorno en que operamos por la brecha de producción mundial, y por el equilibrio mundial entre el ahorro y la inversión, la velocidad con que la política monetaria puede alcanzar objetivos internos depende inevitablemente en mayor medida del exterior, es decir, del grado en que las autoridades de otros países logren corregir también sus brechas de producción internas y de nuestra capacidad colectiva para afrontar los factores seculares de los desequilibrios mundiales entre el ahorro y la inversión.

En un reciente discurso en Bruselas expuse un argumento similar con respecto a la interacción entre la política monetaria y otras políticas de ámbito interno, como la política fiscal y las políticas estructurales[15], señalando que la independencia del banco central puede describirse mejor como una independencia en la interdependencia, dado que la política monetaria puede acabar consiguiendo siempre sus objetivos, pero lo hará más rápidamente y con menores efectos colaterales si la combinación global de políticas es coherente.

Lo que quiero decir ahora es que esto mismo ocurre a escala mundial. Aunque no sea necesario coordinar formalmente las políticas, podemos beneficiarnos de su alineación. Entiendo por alineación un diagnóstico conjunto de las causas profundas de los retos que nos afectan y el compromiso común de basar nuestras políticas internas en ese diagnóstico.

En este momento, por ejemplo, el modo en que las políticas internas responden a la escasez de demanda difiere a nivel mundial: mientras en unos casos se pone énfasis en el aumento de la inversión pública, en otros se busca apoyar la demanda privada mediante políticas fiscales y regulatorias más favorables al crecimiento y, por supuesto, a través de la política monetaria. La posición relativa de las políticas de estabilización diferirá entre países dependiendo de las posiciones cíclicas, pero el efecto sobre la demanda global tiene que ser de signo positivo.

Del mismo modo, las políticas estructurales dirigidas a aumentar la participación y la productividad pueden adoptar diferentes formas en distintos lugares, pero tienen que lograr el mismo objetivo: aumentar las tasas de crecimiento a largo plazo y elevar los tipos de interés de equilibrio[16]. A este respecto, foros como el G20 pueden ser esenciales para lograr la correcta alineación de las políticas. Es fundamental que lo acordado en esos foros se traduzca en acciones concretas de las políticas.

El decepcionante resultado del compromiso del G20 de aumentar el crecimiento mundial un 2 % a través de medidas estructurales es un ejemplo de cómo los propósitos pueden no coincidir con las acciones y contrasta con el ejemplo de eficacia ofrecido por la expansión fiscal mundial coordinada de 2008-2009. Obviamente, estos foros no pueden obligar a los países a adoptar medidas concretas, pero el reconocimiento mutuo de su interés común puede actuar como mecanismo de coordinación.

El interés común es hoy cerrar más rápidamente la brecha de producción y lograr una inflación más estable, un mayor crecimiento a largo plazo y una mayor estabilidad financiera, todo ello a escala mundial.

Esta combinación más eficaz de políticas ayudaría a reducir los efectos colaterales indeseados de la política monetaria, pues la carga de la estabilización estaría mejor repartida entre las distintas políticas. Por ejemplo, en el entorno actual de holgura de la economía mundial, los efectos externos internacionales de las políticas fiscales favorables al crecimiento serán con probabilidad totalmente positivos, pues impulsan principalmente la demanda interna en el país de origen. Esto mismo ocurre en regiones, como la zona del euro, donde existen diferentes brechas de producción locales.

El resultado final es que, en un mundo globalizado, la combinación de políticas mundiales es importante, y lo será probablemente más a medida que nuestras economías estén más integradas. Por tanto, no debemos limitarnos a analizar si nuestras políticas monetarias internas son adecuadas; también debemos considerar si están correctamente alineadas con las de otros países.

Tenemos que pensar no solo en la composición de las políticas dentro de nuestras jurisdicciones, sino también en la composición mundial que permita maximizar los efectos de la política monetaria, de modo que podamos cumplir mejor nuestros respectivos mandatos sin sobrecargar adicionalmente la política monetaria, y limitar los efectos desestabilizadores externos. No es una cuestión de preferencias o alternativas. Es simplemente la nueva realidad a la que nos enfrentamos.

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