El 15 de agosto del año 1971, Keynesianos y monetaristas consiguieron finalmente su sueño. Aquel día, Nixon firmó definitivamente el divorcio entre el dólar y el oro condenando a la divisa norteamericana a una dependencia cada vez mayor respecto a la emisión descontrolada de deuda. Se otorgaron plenos poderes a los Bancos Centrales, que no dejan de ser un brazo más de los Estados, para manipular la oferta y el precio del dinero. En otras palabras, se les otorgó a pequeños grupos de personas el monopolio más importante del mundo.
Nació así una era donde toda forma de dinero era ilimitada en su cantidad, sin anclaje con ningún activo real y, por consiguiente, imperfecta en su capacidad de servir como reserva de valor, imponiendo una preferencia temporal alta a la sociedad y un privilegio tremendo a los agentes cercanos a la emisión. Y las consecuencias de esto, como veremos a continuación, son desastrosas.
En primer lugar, dio carta blanca a los políticos para gastar. Desde ese momento, los gobiernos no dependían únicamente de la recaudación impositiva o de préstamos reales, sino que podían utilizar deuda, monetizada por los propios Bancos Centrales y con tipos de interés manipulados, para desarrollar toda su agenda y gasto clientelar.
En segundo lugar, estalló el famoso efecto Cantillon. Son los Estados, bancos y grandes empresas cercanas a la emisión las que se benefician de la política monetaria. Y es la sociedad la que sufre la devaluación real de la divisa. Es fácil de entender, los primeros en recibir el dinero aun no han sufrido el impacto de la subida de precios.
La emisión sin anclaje real -sólo respaldada en deuda- y la manipulación de los tipos han desvirtuado la economía. Las empresas cada vez encuentran mayor ventaja competitiva en conseguir financiación barata que en mejorar sus bienes y servicios. La evolución del PIB mundial desde la adopción de las políticas expansivas como pilar monetario (MMT) guarda una peculiaridad, marca mínimos y máximos decrecientes, es decir, esconde una clara tendencia bajista.
Además, el sistema favorece enormemente a los grandes conglomerados, estableciendo barreras de entrada a las pequeñas empresas. Me explico. Cuando mayor en una empresa, más fácil le será obtener financiación a un tipo de interés bajo, lo cual le otorga una gran ventaja sobre productores independientes más pequeños. Si la sociedad se financiara con ahorros -pasados o futuros- y no con deuda inventada, todo agente tendría las mismas oportunidades, evitando así la zombificación de la economía.
En tercer lugar, se crea una sociedad cortoplacista y con alta preferencia temporal, lo que deriva en un menor ahorro y, por tanto, en inversiones de menor escala temporal. Este es uno de los mantras mas dañinos del keynesianismo, pensar que la base de una sociedad debe ser el consumo y no el ahorro, que no deja de ser futuro consumo. Por cierto, aclarar que esta premisa del consumismo presente como pilar económico deriva del keynesianismo puro, no del capitalismo, como una gran parte de la población cree.
Con todo ello, hemos consolidado un sistema sostenido en deuda, donde estamos hipotecando el futuro de siguientes generaciones sin conseguir mejorar el presente. Cada vez necesitamos más unidades de deuda para crecer menos unidad de PIB. Asimismo, para combatir las crisis, cada vez necesitamos más emisión de moneda o mayor política de reflación para salir de ellas. El resultado es una devaluación constante de la divisa y una inflación de activos burbujística que nos acerca a un precipicio al que muchos llaman gran reset.
Es verdad que la teoría sostiene que los planificadores tienen que luchar por la estabilidad de la divisa, teoría que ellos mismos se han encargado de adoctrinar en la sociedad, haciéndola creer que una devaluación del 2% anual es algo positivo. Esto es una aberración. Los Bancos Centrales no luchan contra la inflación, sólo fingen hacerlo para poder sostener este sistema groseramente privilegiado para unos pocos y muy perjudicial para el resto.
Por suerte, a este experimento parece quedarle poco recorrido, las desigualdades no hacen más que crecer y la desconfianza en la moneda se traduce en innovaciones disruptivas como las criptomonedas o las redes P2P. Nadie conoce el futuro, pero me cuesta creer que el dólar, tal y como lo conocemos, llegue vivo a su centenario.