Intervención en la Academia Médico-Quirúrgica Española
Luis M. Linde
Gobernador
31 de enero de 2013
Estimado presidente, distinguidos académicos, señoras y señores:
Es un placer para mí participar en este acto de nombramiento de nuevos académicos, y agradecer, en particular, el mío, mucho más siendo de honor.
Quiero agradecer al presidente de la Academia, el profesor Ortiz Quintana, de quien soy amigo, aunque reconozco que sólo desde hace poco más de cincuenta años, su invitación, que me da la oportunidad de compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la crisis por la que atraviesa la economía española y su contexto europeo.
Una crisis particularmente severa
Pueden encontrarse algunas analogías entre el trabajo de los que tratamos de entender las causas de las crisis económicas y su tratamiento y el de los médicos, que tratan de entender las enfermedades y cómo curarlas o paliar sus efectos.
Las crisis económicas suelen contener, casi siempre, elementos comunes, de manera que cada nuevo brote muestra problemas que nos resultan familiares y que ya hemos aprendido a tratar en el pasado. Pero no es infrecuente que estos viejos y conocidos virus vengan acompañados de característica singulares, que ponen a prueba nuestra capacidad de diagnóstico y nuestra habilidad para concebir nuevos tratamientos. E igualmente, las crisis, como las enfermedades, pueden ser también más o menos agudas, solaparse unas sobre otras y retroalimentarse entre sí, con el consiguiente aumento de los riesgos para la salud del paciente o, en este caso, de la economía.
Contemplada desde esta perspectiva, la crisis que estamos viviendo en España es muy grave; una crisis en la que han confluido tensiones y problemas de distinta naturaleza, que tienden a agravarse mutuamente y a complicar su diagnóstico y tratamiento; una crisis que comporta, además, como característica especialmente preocupante, una dimensión social, institucional y política que sobrepasa en su alcance a crisis anteriores.
Las restricciones que se derivan de la pertenencia a la Unión Monetaria
Para comprender la situación que vive la economía española es necesario explicar, aunque sea someramente, cómo funcionan los mecanismos de ajuste económico dentro de una unión monetaria y cuáles son sus implicaciones para la gestión de la política económica.
Antes de nada, quiero señalar que, en mi opinión, la pertenencia de nuestro país a la Unión Económica y Monetaria Europea ha sido y seguirá siendo un factor enormemente positivo para nuestra economía. Como miembro fundador del euro, España se ha beneficiado, en los 13 años de vida de la moneda única, de unas condiciones de estabilidad económica que, muy probablemente, no habrían sido posibles fuera de esta unión monetaria, y que han propiciado una mejora de nuestro nivel de vida que las dificultades actuales no deberían hacernos olvidar.
Ahora bien, ello no puede ocultar el hecho de que pertenecer a una unión monetaria conlleva una serie de restricciones o compromisos que, entre otras cosas, obligan a adaptar la conducta de los agentes económicos y la manera de hacer política económica.
En una unión monetaria, dos de los instrumentos esenciales con los que habitualmente se cuenta para combatir las crisis pasan a ser controlados a un nivel supranacional y, por lo tanto, dejan de estar disponibles para atender las necesidades específicas de los países miembros: tanto los tipos de interés a muy corto plazo, que son la herramienta básica con la que trabaja un banco central cuando fija su política monetaria, como el tipo de cambio de la moneda se determinan en la Unión Monetaria Europea, desde el 1 de enero de 1999, en función de la situación agregada del conjunto del área. No pueden ser manejados al servicio de las necesidades específicas de ninguna economía nacional. Son las economías nacionales las que tienen que estar en condiciones de convivir con los estándares del conjunto.
Para ello, las autoridades nacionales cuentan con el resto de políticas económicas, que continúan estando bajo su control y responsabilidad, si bien es evidente que el correcto funcionamiento del área requiere que dicho manejo respete unos determinados principios comunes, evitando que los desajustes en un país puedan propiciar desequilibrios en los demás, o desestabilizar la unión monetaria en su conjunto.
La manera en la que se han instrumentado esos principios comunes ha sido bastante dispar en función de cada herramienta concreta de política económica. Así, por ejemplo, los mecanismos de coordinación de la política fiscal han recibido particular atención, arbitrándose procedimientos de seguimiento y de supervisión para evitar déficit públicos excesivos -por encima del 3 % del PIB- y proporciones de deuda pública elevadas -superiores al 60 % del PIB-. Estos umbrales, así como los procedimientos para su prevención y eventual corrección se plasmaron, de hecho, en 1997 un acuerdo conocido como el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
En cambio, las reglas de coordinación de las políticas que llamamos “estructurales” –por ejemplo, las que rigen el funcionamiento del mercado de trabajo o de los mercados de bienes y de servicios– fueron bastante livianas como consecuencia del carácter más amplio de su ámbito de aplicación y de las dificultades para fijar objetivos comunes.
Asimismo, en el terreno de las políticas de regulación y supervisión financiera los países continuaron disfrutando de un elevado grado de autonomía.
Las limitaciones de los mecanismos de ajuste de la propia unión monetaria
Como los hechos han demostrado, las restricciones que este marco institucional imponía no eran suficientemente potentes para asegurar la respuesta apropiada de las autoridades nacionales ante la aparición de posibles desviaciones respecto de las pautas de estabilidad requeridas.
Se esperaba que la propia pertenencia a la unión monetaria sirviera para activar los mecanismos de reacción suficientes. Entre estos posibles mecanismos se atribuía una especial importancia al funcionamiento del llamado “canal de la competitividad”, que consiste en que cuando la tasa de inflación de una economía se sitúa de manera sistemática por encima de la media del resto del área, la propia pérdida de competitividad que ello implica -o, lo que es lo mismo, el encarecimiento relativo de la producción en esa economía- tiende a reducir las presiones de demanda y a aliviar las tensiones sobre los precios que llevaron a la desviación inicial. Sin embargo, para que este canal funcione es necesario que, entre otras cosas, las economías sean capaces de adaptarse, sean suficientemente flexibles, algo que, evidentemente, por razones sociales y políticas, no es fácil.
También se pensaba que la propia pertenencia a la unión monetaria induciría una mayor disciplina en la gestión de la política económica. Se suponía que si un Estado miembro llevaba a cabo una gestión inadecuada de los instrumentos económicos a su alcance, los consiguientes efectos negativos sobre su capacidad para generar crecimiento y empleo llevarían a los inversores internacionales a exigir unas mayores primas por invertir en el país o, incluso, a congelar esas inversiones.
El consiguiente endurecimiento de las condiciones de financiación debería disciplinar a los agentes económicos y, en última instancia, reconducir la gestión económica. Pero este mecanismo no funcionaba porque los mercados financieros, en vez de sancionar las divergencias, financiaron los excesos, contribuyendo a agravar las tensiones.
No es de extrañar, por lo tanto, que la crisis haya puesto a prueba la consistencia de todo el entramado institucional sobre el que descansa el euro y que la solución a la misma pase por una reformulación del proyecto inicial, orientada hacia una integración más completa.
La adaptación de la economía española al euro no fue completa
Pasando ahora a la economía española, hay que decir que nuestra adaptación a las nuevas reglas del juego derivadas de, o impuestas por la unión monetaria ha sido insuficiente y tardía.
Nuestra participación en la Unión Económica y Monetaria obligaba al abandono de prácticas muy arraigadas entre los agentes económicos, que veían en la devaluación del tipo de cambio la vía “normal” para corregir los problemas de competitividad generados por la inflación, y que no contemplaban la disciplina fiscal como una pieza angular para
mantener el crecimiento económico.
Es cierto que en los años previos a nuestra incorporación a la UEM, dimos pasos para adecuar las reglas de política económica a un entorno de baja inflación y se pusieron en marcha algunas reformas con el objetivo de conseguir un funcionamiento más flexible.
Dos piezas fueron particularmente relevantes para el logro de ese fin. Por un lado, el anclaje de las expectativas de inflación que requería el cumplimiento de los criterios de convergencia en materia de estabilidad de precios. Y por otro, en el terreno de la política presupuestaria, se aprobó, en 2001, una primera Ley de Estabilidad que ponía las bases para evitar la aparición de déficit públicos excesivos.
La transición a la Unión Monetaria también se vio facilitada por el hecho de que el tipo de cambio de conversión peseta/euro acordado en 1999 resultó bastante competitivo, como consecuencia de las devaluaciones que se habían producido entre 1992 y 1995, durante el funcionamiento del Sistema Monetario Europeo. Sin embargo, aquellas devaluaciones ya fueron un claro aviso de las dificultades que comporta la asunción de compromisos de tipo de cambio si estos no van acompañados de un comportamiento disciplinado de precios y costes.
Durante los diez primeros años de pertenencia al euro, España vivió una fase prolongada de crecimiento, en un entorno en el que la política monetaria, con tipos de interés relativamente bajos, proporcionaba un impulso muy expansivo. En este período, se alcanzaron rápidos incrementos en el nivel de vida y en el bienestar económico, tal y como reflejó el rápido ascenso del PIB per cápita, que en 2007 se llegó a situar por encima del promedio del de los países que entonces integraban la Unión Monetaria. Esta evolución reflejaba, en gran medida, un crecimiento económico muy intensivo en la utilización del factor trabajo.
La insuficiente adaptación al euro facilitó la acumulación de importantes desequilibrios
Sin embargo, la expansión de aquellos años se basó en una dinámica de gasto de las familias y de las empresas que, impulsada por el auge del sector inmobiliario y una financiación abundante y barata, superaba de forma sistemática la capacidad de la producción de la economía.
Este desequilibrio está en la base de las dificultades de la economía española desde que comenzara la crisis financiera internacional.
En primer lugar, la presión de la demanda produjo significativas presiones sobre los costes, los márgenes y los precios, que tendieron a crecer por encima de los de nuestros socios europeos de forma sistemática, con un notable deterioro de nuestra capacidad de competir con el exterior, un comportamiento nada consistente con la decisión de prescindir del tipo de cambio como instrumento de política económica.
En segundo lugar, la insuficiencia de la producción nacional para satisfacer la demanda interna hubo de cubrirse con un recurso creciente a las importaciones, lo que determinó un formidable desequilibrio en nuestros intercambios con el exterior, tal y como refleja el saldo de la balanza de pagos, que alcanzó en 2007-2008 un déficit en el entorno del 10% del PIB.
Al mismo tiempo, la financiación de este proceso requirió enormes flujos de fondos que, dada la insuficiencia del ahorro nacional, hubieron de satisfacerse acudiendo al ahorro externo, canalizado hacia las empresas y las familias españolas por las entidades de crédito. Detrás de todo este proceso se encontraba un sector inmobiliario que mostró un crecimiento absolutamente excesivo, tanto desde el punto de la cantidad de viviendas construidas, como de la evolución de sus precios. El auge excesivo de la construcción se vio, sin duda, alentado por los bajos tipos de interés y la prácticamente ilimitada oferta de financiación procedente del ahorro externo.
Los buenos resultados fiscales cosechados por la economía española antes de la crisis, entre 2005 y 2007, encubrían una situación real de la Hacienda Pública distorsionada por unos ingresos extraordinarios, de naturaleza estrictamente transitoria, vinculados a la exuberancia del sector inmobiliario. Esta holgura recaudatoria desincentivó la adopción de las necesarias medidas de racionalización y control del gasto público, tanto en la Administración Central como en las Comunidades Autónomas.
En definitiva, la pauta seguida por la economía española en esos años acarreó la generación de importantes desequilibrios macroeconómicos que cristalizaron, entre otras cosas, en un abultado déficit exterior y en un rápido y fortísimo incremento del endeudamiento externo total, variables ambas que alcanzaron niveles de máximos históricos en 2007-2008. Finalmente, hicieron inevitable un profundo ajuste, que, desafortunadamente, habría de producirse bajo las turbulentas condiciones de la crisis financiera internacional. A todo ello vino a unirse, en medio de la recesión, un fortísimo deterioro de las finanzas públicas, que pasaron de un superávit cercano al 2 % del PIB en 2007 a un déficit de más del 11 % del PIB en 2009; y, además, un severo proceso de destrucción de puestos de trabajo, que dura ya cinco años, y que ha llevado la tasa de desempleo a superar el 25% de la población activa.
También el mercado de trabajo vivió un cierto espejismo en aquellos años. El enorme crecimiento en el sector de la construcción estuvo, sin duda, en el origen de los grandes flujos de inmigración y este intenso crecimiento demográfico favoreció el dinamismo del consumo y, con ello, el aumento de la actividad y del empleo en todos los sectores, lo que retrasó las reformas que deberían haber permitido un ajuste más equilibrado entre salarios y empleo.
La superación de la crisis requiere profundizar las reformas a nivel europeo y a nivel nacional
Pero hay que decir también que la magnitud de los desequilibrios acumulados por la economía española no ha sido sólo consecuencia de la insuficiente adaptación a las condiciones y restricciones de la pertenencia al área euro. Tienen que ver, asimismo, con el deficiente funcionamiento de los mecanismos de disciplina con que contaba la UEM y de las fragilidades que arrastraban el diseño institucional y el régimen de gobernanza de la misma. De aquí que la crisis española esté estrechamente imbricada con la propia crisis del euro y que su superación dependa también de la capacidad europea para dar respuesta a los problemas institucionales de la Unión Monetaria.
Independientemente del importante papel que han de desempeñar las soluciones que se están arbitrando en la Unión Europea para controlar mejor los déficits públicos, la superación de las tendencias recesivas que vive la economía española desde 2008 requiere corregir algunos rasgos estructurales que obstaculizan su capacidad de adaptación. Así, la caída del empleo, mucho más intensa en España que la que se ha dado con la crisis en los demás países de la zona euro, tiene una buena parte de su explicación en la insuficiente adaptación de las condiciones laborales. De hecho, los salarios y los precios siguieron creciendo como si no se hubiese producido un cambio cíclico de gran envergadura. La reforma del mercado de trabajo ha venido a afrontar las graves distorsiones que en este terreno se venían arrastrando desde hace décadas. Sus efectos sobre la moderación salarial ya han empezado a percibirse y, aunque la mejora en
la creación de empleo tarde algo más, no dudo en que terminará por hacerlo, si se aprovechan y completan las posibilidades abiertas por la reforma.
El rápido y profundo deterioro de las finanzas públicas que se produjo a partir de 2008, que sólo ha empezado a corregirse con seriedad en 2012, ha exigido, inevitablemente, aplicar medidas de austeridad y reforma muy duras e impopulares que, a pesar de su impacto inicialmente restrictivo, son imprescindibles para restaurar la confianza en la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas y normalizar nuestro acceso a la financiación internacional, que son fundamentales para asegurar la salida de la recesión y el restablecimiento de una nueva etapa de crecimiento dentro del área euro. Los esfuerzos que se están haciendo son muy grandes y comportan importantes sacrificios para amplios colectivos sociales, pero terminarán dando su fruto y facilitando la absorción del enorme desempleo, que constituye nuestro problema más grave.
Para superar el deterioro de su posición de solvencia, consecuencia de la crisis económica y del fin del crecimiento insostenible del sector de la construcción y de la actividad crediticia ligada a ese crecimiento, una parte del sector bancario ha requerido de un profundo proceso de saneamiento, reestructuración y recapitalización.
Este proceso, en sus líneas fundamentales, está ya muy avanzado, lo que está teniendo efectos positivos sobre la capacidad de nuestras entidades para captar recursos en el exterior. Su culminación será una pieza fundamental en la recuperación de la confianza, la actividad y el empleo.
Aunque podemos afirmar que las tensiones vividas por la economía española en el último año y medio han empezado a disminuir, al hilo de una mayor confianza tanto en la capacidad de reforma del área del euro, como en el esfuerzo de ajuste de nuestra política económica. El profundo cambio que se ha producido en el saldo de nuestros intercambios de bienes y servicios, que nos va a llevar a cerrar este año, 2013, con un importante superávit de balanza de pagos, es el mejor exponente de ese ajuste que la economía española está realizando y de las ganancias de competitividad que se están materializando.
Para terminar: ustedes me preguntan –y dada la composición de esta audiencia, no me extrañaría- cuál es mi pronóstico, creo que me entenderían bien si les respondo que es todavía reservado. Pero era bastante peor hace unos meses. Creo que este enfermo tiene cura pero, claro, debe seguir tomando sus medicinas y debe cuidarse.
Muchas gracias, otra vez, a la Academia y a su presidente por su invitación y a todos ustedes por su atención.