Trump en el centro de la tormenta: la crisis política con la destitución del director del FBI, el perfil del “bocazas” que no sabe callarse y cuenta lo que no tiene que contar a los rusos, provocó el jueves la mayor caída en Wall Street desde el pasado mes de septiembre.
Y es que a nadie escapa que todas las polémicas que giran en torno a Trump no hacen sino dificultar aún más si cabe las dos promesas estrella que prometió: la reforma fiscal y el incremento en infraestructura.
En efecto, el jueves caían con virulencia las Bolsas de Europa y EE.UU., el dólar y la rentabilidad de la deuda (la TIR del 10 años estadounidense retrocedía hasta niveles de 2,24%, mínimos desde abril).
Todo esto ha vuelto a sacar a la palestra el tema del impeachment, proceso mediante el cual se puede llegar a destituir a un Presidente. Concretamente, en el caso de la Constitución norteamericana (está recogido desde su aprobación en el año 1789, se detalla que el presidente, vicepresidente y todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos, serán separados de sus puestos al ser acusados y declarados culpables de traición, soborno, abuso de poder, cohecho u otros delitos y faltas graves.
Un proceso con un mecanismo claro: la Cámara de Representantes tiene la votación inicial. Si es aprobada por mayoría, el proceso pasa al Senado y para aprobarse la destitución se requiere el voto favorable de dos tercios del Senado.
De todas maneras, hay que tener claro que aún en el caso de que un Presidente sea destituido por el impeachment (en cuyo caso no cabe la posibilidad de apelación), no se producirían elecciones, tan sólo habría una sustitución, en este caso la del Presidente por el Vicepresidente. Como dato anecdótico, decir que nunca un presidente ha sido destituido mediante este proceso.
Pues bien, mi opinión es que no y por un hecho muy claro: en noviembre del 2018 hay elecciones parlamentarias y cada día que resta para llegar a dicha fecha se hará más complicado que el impeachment prospere. Sólo en un caso triunfaría y sería que surgiesen pruebas reales y verídicas contra las que no se pudiese argumentar ninguna defensa. En ese caso, los republicanos se verían obligados moralmente a apoyar el proceso.