C. Déficit público: Un problema del excesivo gasto estatal.
Entre 2001 y 2007, España vivió la mayor burbuja inmobiliaria de Europa, lo que no sólo se tradujo en un insostenible y artificial crecimiento del Producto Interior Bruto, sino también en un insostenible y artificial crecimiento de los ingresos públicos.
Junto con Irlanda, España fue el país en el que, con diferencia, más aumentaron los ingresos fiscales entre 2001 y 2007 (cerca de un 70%), debido a la exuberante actividad económica que, basada en una expansión crediticia insostenible, fue gestándose durante esos años.
No es de sorprender, por consiguiente, que una vez pinchada la burbuja crediticia, los países que vieran caer de manera más acusada y permanente esos ingresos impositivos fueron Irlanda y España (cerca de un 20% con respecto a 2007, dejando la recaudación tan sólo un 50% por encima de la de 2001):
A menos que nuestros políticos hubiesen vanamente considerado que el aumento de los ingresos públicos vivido entre 2001 y 2007 tenía un carácter estructural, no deberían, en ningún caso, haber consolidado incrementos del gasto público que comprometieran la mayor parte de esa recaudación extraordinaria y no recurrente. Pero no fue así: Irlanda, Grecia y España fueron los países que más aumentaron el gasto público en ese mismo período (un 60% en nuestro caso):
Conviene darse cuenta de que si a partir de 2001 los distintos Gobiernos de España hubiesen optado por emular la evolución del gasto público alemán hasta 2007 (su congelación de facto), las cuentas de nuestras Administraciones Públicas habrían exhibido un enorme superávit a partir de 2002 (permitiendo reducir mucho más nuestra deuda pública) y habrían podido incrementar el gasto a partir de 2008 en la misma cuantía absoluta en la que se hizo (fundamentalmente debido a las prestaciones por desempleo) sin por ello renunciar al superávit y la sostenibilidad de nuestras finanzas. Esta habría sido la evolución del saldo presupuestario español a partir de 2001 asumiendo el mismo incremento que el gasto público alemán hasta 2007, y su evolución real a partir de entonces:
Sin embargo, nuestros políticos prefirieron gastar prácticamente todos los ingresos extraordinarios que arribaban al Erario y consolidar unos niveles de desembolsos públicos que, estallada la crisis, se mostraron imprudentes e insostenibles.
En contra de este argumento, suele aducirse que España cerró varios ejercicios en superávit presupuestario entre 2002 y 2007, lo que presuntamente demostraría que nuestros políticos sí fueron austeros. Con todo, el exiguo superávit del 2% alcanzado en 2006 se ha demostrado del todo insuficiente para contener la desaparición de los ingresos tributarios propios de la burbuja crediticia: que nuestros gobernantes fueran incapaces de gastar más rápido de lo que afluían los ingresos a sus arcas no significa que fueran moderados en sus dispendios. Es más, si observamos el saldo presupuestario estructural durante el período de la burbuja –saldo que elimina algunos de los elementos propios de la coyuntura y que en la reciente reforma constitucional española acordó limitarse a un máximo del 0,4% del PIB– podremos observar que en ningún año escapamos del déficit público, ni siquiera del déficit público que España y Europa dicen considerar razonable (inferior al 0,5% o 0,4% del PIB):
En definitiva, la situación y la evolución de nuestras finanzas públicas sugieren que la imprescindible reducción del déficit debe efectuarse en lo fundamental por el lado de los gastos y no por el lado de los ingresos, todo lo contrario a lo que parece haber escogido el Gobierno popular de Mariano Rajoy.
Pese a ello, otro de los argumentos que suelen darse en contra de esta sensata propuesta económica es que tanto el gasto público como la presión fiscal se encuentran muy por debajo de la media europea, lo que efectivamente es cierto. Sin embargo, a este respecto hay que efectuar varias apreciaciones que, en cualquier caso, pueden encontrarse mucho más detalladas en un reciente informe del Instituto Juan de Mariana. (Ángel Martín Oro. La falacia de los impuestos bajos en España: estudio comparado de fiscalidad. 2011. Instituto Juan de Mariana).
La primera es que ni los períodos de auge económico artificial ni de crisis económica inacabada son los mejores momentos para tratar de medir la relación estable entre el PIB y el sector público. Fundamentalmente porque durante los auges crediticios, el PIB será artificialmente alto (pudiendo crecer incluso más deprisa que la recaudación tributaria), lo que resultará en un aparente achicamiento del sector público cuando, en realidad, la sostenibilidad del PIB a esos niveles tan elevados se basa en la irreal hipótesis de que el endeble edificio crediticio no se desmoronará. Asimismo, y por motivos análogos, las crisis inacabadas tampoco permiten conocer el tamaño real del sector público: no ya porque ciertos gastos se disparen de manera más o menos automática, sino porque el PIB bien podría seguir cayendo (especialmente si se adoptan políticas económicas descabelladas como el aumento de impuestos). Por ejemplo, suele considerarse que el gasto público español se sitúa entre seis o siete puntos por debajo de la media de la Eurozona: pero una caída del PIB español de esos seis o siete puntos –nada descartable, por otro lado– ya elevaría la relación hasta el nivel medio actual sin necesidad de incrementar el gasto.
El segundo motivo es que, más allá de si el tamaño del sector público se acerca o se aleja de la media europea, lo relevante para nuestro país en estos momentos es cumplir con dos objetivos fiscales: a) lograr que nuestras finanzas públicas se vuelvan sostenibles a largo plazo y b) favorecer que el sector privado, que es el que genera riqueza y sufraga las actividades del público, regrese a una senda expansiva. Ninguno de estos dos propósitos puede alcanzarse sin reducir el gasto público: para el primero hay que minorar el déficit hasta convertirlo en superávit; para el segundo, no podemos cargar con todavía más tributos a un sector privado languideciente. Así pues, la única alternativa es gastar mucho menos.
Y, por último, aun cuando, como ya hemos explicado, los análisis estáticos dentro de un proceso esencialmente dinámico como es una crisis económica no nos convenzan, toda comparativa internacional sobre el tamaño del sector público no debería quedarse con la mera ratio del gasto público o de la recaudación tributaria sobre el PIB. A la postre, parece lógico pensar que los países más ricos puedan permitirse un sector público relativamente mayor que los países pobres; no ya sólo por razones de equidad (no es lo mismo arrebatar el 50% a una sociedad que ingresa lo justo para comer que a una persona o a una sociedad que disfruta de unas rentas anuales per cápita de varios cientos de miles de euros), sino sobre todo de creación de riqueza: cargar con sectores públicos demasiado grandes a países relativamente menos desarrollados redundará en un sector privado más endeble y en una menor capacidad para generar riqueza y financiar ese enorme Estado. (Tal vez el argumento pueda entenderse mejor si se piensa en un asistencial encargado de proveer sanidad o educación. Un país con una economía muy desarrollada necesitará gastar proporcionalmente una mayor parte de su renta en formar y mantener a su capital humano que un país poco desarrollado. De hecho, si intentamos forzar a los países más pobres a gastar en estas rúbricas el mismo o mayor porcentaje que los ricos, los resultados serían claramente distorsionadores: si una sociedad necesita agricultores para alimentarse, mal haremos, por ejemplo, en obligar a su población adolescente a que empleen 30 años de su vida en obtener el doctorado universitario. Entre otras cosas, porque esa economía carece por el momento del equipo de capital como para emplear el rico capital humano que se acaba de formar).
Por este motivo, es tradición corregir la presión fiscal por un parámetro que permita efectuar comparaciones homogéneas en cuanto a nivel de desarrollo: en concreto, por la renta per cápita de cada país. De este modo, dividiendo la presión fiscal por la renta per cápita de los distintos países llegamos a lo que se conoce como el “esfuerzo fiscal”: qué sociedades, en función de su grado de desarrollo, están soportando un mayor esfuerzo a la hora de pagar sus impuestos.