Todo extremismo destruye lo que afirma. Es decir, el fanatismo es contraproducente. He ahí el problema con la idiosincrasia. Las utopías son perfectas en la mente. Todo es fácil desde la oposición, porque la oposición siempre tiene “la razón” desde las gradas. Los problemas surgen una vez que estas ideas mágicas son puestas a prueba en el mundo real. Exactamente. Los revolucionarios son geniales hasta el día que llegan al poder. Al parecer, el mundo real no es como el fantástico. La crisis en el Reino Unido es la historia de una desilusión. Una corriente política tomó una decisión dogmática hecha de manera improvisada y apresurada para luego recibir un duro golpe de realidad. Es la lucha de la ideología contra el pragmatismo.
¿Qué pasó? Bueno, el gobierno de turno en el Reino Unido en estos momentos es un gobierno conservador, los tories. Ahora bien, el partido renovó su liderazgo recientemente cansando de los escándalos de Boris Johnson. El sucesor de Johnson es una mujer, Liz Truss. La dama es defensora a ultranza de una economía al estilo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Esta corriente propone un retorno al liberalismo clásico. Lo que normalmente significa fundamentalismo de libre mercado, reducción de impuestos, desregulación y su buena dosis de anti-estatismo. Muchos de nosotros estamos familiarizados con la ola de este nuevo liberalismo (“neoliberalismo”) durante la década de los 80s y 90s.
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