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Por Nelson Rentería y Jose Cabezas
SAN SALVADOR (Reuters) - Rechazados por su familia, sin amigos y con pocas posibilidades de encontrar un trabajo o una vivienda por su pasado criminal, media docena de expandilleros salvadoreños que decidieron dejar el grupo Barrio 18 han sido acogidos por una iglesia evangélica y ahora buscan empezar de nuevo amasando pan.
Wilfredo Gómez se unió a la pandilla cuando era un adolescente en la ciudad estadounidense de Los Ángeles, donde sus padres emigraron desde el empobrecido país centroamericano, seducido por su estilo de vida, las armas, las mujeres y la camaradería.
Acabó preso y fue deportado a su país natal, donde, sin lazos familiares ni amigos, volvió a refugiarse en la banda. Lo volvieron a condenar por robar un fusil Uzi y pasó 10 años en la cárcel, donde, al verse enfermo, solo y al borde de la muerte, reflexionó sobre su vida y decidió cambiar.
La reinserción nunca ha sido fácil. Pero ahora luce casi imposible en medio de una ofensiva militar del presidente Salvador Sánchez Cerén, criticada por activistas de derechos humanos pero apoyada por la mayoría de los salvadoreños que sufren una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo.
Gómez y otra docena de expandilleros han encontrado en la iglesia evangélica Eben-Ezer, ubicada en el peligroso barrio capitalino Dina, comida, cama y fe en una segunda oportunidad.
"Viviendo en la pandilla solo he tenido pérdidas", dijo Gómez, de 40 años. "Perdí mi juventud por estar metido en las cárceles, perdí mi familia por causa de mis malas decisiones, perdí mi hogar, mi mujer, mi hijo. Perdí los mejores años de mi vida por una ideología totalmente errónea", agregó.
Ahora regenta una panadería en la destartalada iglesia, donde, entre el olor a masa cruda y el calor de los viejos hornos, él y otros diez expandilleros aspiran a una nueva vida.
"Ahora mi gozo es verlos a ellos (expandilleros) sonreír, con sueños. Hablan y dicen que van a comenzar una panadería más grande, que algún día vamos a tener nuestro propio local y vamos a competir con Pizza Hut", expresó Gómez.
Pero el estigma de los pandilleros, al igual que los tatuajes que marcan sus brazos, es difícil de borrar en un país con 16 asesinatos al día -según cifras oficiales- y donde las maras son sinónimo de muerte, secuestro y extorsión.
"Ellos van a ser pandilleros hasta que se mueran, no creo que se reinserten", dijo Manuel Rivas, un mecánico de 45 años en la capital salvadoreña, que como muchos de sus conciudadanos no confía en los expandilleros. "No les creo que vayan a cambiar, es paja (mentira). No cambian", agregó.
En octubre, la policía irrumpió en la panadería y desnudó a sus empleados para revelar sus tatuajes. Fueron arrestados como sospechosos de asociación ilícita, un delito penado hasta con cinco años de prisión, aunque una semana después fueron puestos en libertad sin cargos.
Conocido una vez como "El Shadow", Raúl Valladares a sus 34 años está sometiéndose a un doloroso proceso para quitar sus tatuajes del rostro y los brazos, algo que en su antigua pandilla se castiga con la muerte.
"Definitivamente a mí me ha costado mucho salirme de la pandilla", dijo Valladares. "No me siento como que todo ha cambiado, pero estoy en la lucha en seguir adelante", aseveró.