Antes sí, pero ahora no hay ni hipódromos que se precien para ir, mirar, pasear y apostar al caballo ganador. Cada cual tiene su preferido, todos ellos condicionados por fanzines, panfletos radiofónicos y demás azotes informativos que desvían la atención.
Sirva como metáfora, hoy día, parece que en el hipódromo siguen corriendo los caballos, los blancos y los negros, al galope todos ellos. El público en graderío parece disfrutar del espectáculo, su whisky, su apuesta y sus gafas de sol a espera de la carrera.
Los más viejos del lugar comentan que hubo una vez un caballo que era puro arte, galope y victoria sábado tras sábado.
Un revulsivo, nuevas técnicas, buen jockey, pura raza y disciplina de trabajo sin apenas descanso.
Todo el mundo acudía en pleno a ver aquel acontecimiento social, no sólo por el caballo, el hipódromo era como un teatro, un reino cultural.
Aquel caballo murió, como todos, por muy estrellas que son. No hubo más llenos, ni copas de champán. Lo mediodre volvió a reinar, ya pocos ganaban y los que ganaban luego perdían. No había ni raza, ni talento, ni valentía, y eso al final, hace que todos pierdan su dinero y sus vidas.