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La unión bancaria, una cuestión de supervivencia para el euro

Publicado 26.02.2013, 12:06
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1. La fragmentación financiera en Europa

La Unión Bancaria es una consecuencia lógica de la unión económica y monetaria. De hecho, en los primeros diez años del euro se produjo una integración lenta, pero que parecía inexorable, de los mercados mayoristas y a corto plazo. La integración de los mercados a más largo plazo y –sobre todo—minoristas se produjo a un ritmo mucho más lento. Es imposible adivinar si este proceso se hubiera completado por sí solo en ausencia de perturbaciones, y a qué velocidad. En todo caso, en el verano de 2007 se produjo el peor “shock” posible para un área como el euro, integrada monetariamente pero no fiscalmente, y donde los bancos tienen aún en gran medida etiquetas nacionales: la quiebra de los mercados interbancarios, que trajo consigo una acusada fragmentación de los sistemas financieros.

El objetivo principal de la Unión Bancaria es detener este proceso de fragmentación, que supone una grave amenaza para la moneda única. Esta fragmentación es un caso particular de la tendencia más general hacia la “desglobalización” financiera que se observa a raíz de la crisis. Las cuantiosas ayudas públicas destinadas a rescatar a los bancos insolventes en los países desarrollados, unida a la ruptura de los mercados interbancarios, que afectó sobre todo a los flujos transfronterizos, trajeron consigo un repliegue de los sistemas financieros a sus fronteras nacionales y reforzaron el “sesgo doméstico” de las principales economías (la tendencia a que el ahorro interno financie la inversión nacional).

Los problemas para resolver las crisis bancarias con dimensión internacional (Lehman Brothers, Fortis, los bancos islandeses…) generaron, además, barreras regulatorias a los flujos de capitales en buen número de países, que vinieron a exacerbar la tendencia – inicialmente espontánea -- a la balcanización de los mercados financieros. Esta regulación no adoptó, en general, la forma tradicional de controles de capitales, sino modalidades de regulación macroprudencial o regulaciones más restrictivas de las operaciones de los bancos extranjeros. Algunos ejemplos son los límites impuestos por los supervisores austríacos al ratio de préstamo sobre depósitos en las filiales o sucursales de sus bancos en los países de Europa del este; la nueva regulación de la Reserva Federal sobre los bancos extranjeros que operan en Estados Unidos, que impone requisitos de liquidez más exigentes a filiales y sucursales; o diversas regulaciones adoptadas en el Reino Unido que limitan la capacidad de actuación de los bancos extranjeros.

Es razonable limitar algunos de los excesos de la globalización financiera puestos de manifiesto en esta crisis, como la excesiva complejidad de ciertos modelos de negocio, la opacidad de algunos canales de transmisión y el contagio inesperado de las crisis de unos países a otros. Pero, al mismo tiempo, es importante hacerlo sin tirar por la borda los beneficios y las ganancias de eficiencia ligadas a unos mercados internacionales de capitales integrados. Numerosos casos demuestran que la autarquía financiera encarece el margen de intermediación de los bancos y actúa como un freno al crecimiento económico.

En la Eurozona, el préstamo interbancario transfronterizo y el uso de colateral de otros países en las operaciones del BCE, que habían ido aumentando gradualmente tras la adopción del euro, empezaron a dar marcha atrás a partir de 2007 (gráfico 1). Este proceso, inicialmente impulsado por los propios mercados y derivado de la desconfianza de unas entidades financieras en otras, se vio acentuado a partir de cierto momento por las agencias de rating (que convalidaron las expectativas de los mercados) y por medidas regulatorias adoptadas por las autoridades del núcleo de la Eurozona, que limitaron la exposición de sus entidades hacia las de la periferia.

Más que a través de la regulación en sentido estricto, las autoridades de la Eurozona han actuado a través de la persuasión moral, por lo que resulta difícil documentar el uso de estas medidas. Quizá el recurso a la persuasión moral se deba a la posible interpretación de estas medidas como controles de capitales, incompatibles con el mercado único europeo. En todo caso, resulta evidente que la zona del euro es particularmente vulnerable a este proceso de fragmentación financiera, ya que limita la libre circulación de capitales, hace que una parte desproporcionadamente grande de los flujos de financiación discurran a través del balance del Banco Central Europeo (con la consiguiente inquietud en ciertos sectores de la opinión pública alemana, que ven cómo crece su “posición acreedora”) y dificulta la transmisión de la política monetaria. Como puede observarse en el gráfico 2, desde diciembre de 2010 los tipos de interés del crédito a familias y a empresas han aumentado en los países de la periferia de la Eurozona mientras disminuían en el centro, lo que resulta incompatible con un terreno de juego equilibrado en el mercado único.

Detener este proceso de fragmentación es, por tanto, una cuestión de supervivencia para la Eurozona. Es importante tener en cuenta que esta fragmentación penaliza más a los países más endeudados, como es el caso de España, y exacerba los problemas de circularidad del riesgo bancario y soberano. Por ese motivo, una vez restaurada la integración financiera en la zona euro (aunque sea parcial e incompleta, como la alcanzada en los años anteriores a la crisis) se habrá avanzado significativamente para romper esa conexión entre el riesgo soberano y los problemas de los bancos.

2. España, en el centro de los debates

El debate de la Unión Bancaria se lanzó en un momento en que la espiral de riesgo bancario y soberano afectaba especialmente a España. Además, se vinculó a la posibilidad de recapitalización directa de las entidades españolas con déficit de capital (en su mayoría cajas) por parte del European Stabilization Mechanism (ESM). Aunque aprobada en el Consejo Europeo de junio de 2012, la recapitalización directa de los bancos por el ESM se ha encontrado con numerosas dificultades prácticas y una resistencia notable por parte de los países acreedores. En mi opinión, no es un aspecto prioritario a corto plazo (aunque sí es un ingrediente necesario a largo plazo), ni es clave para separar el riesgo bancario del riesgo soberano. Es razonable que, antes de establecer un mecanismo de recapitalización directa de los bancos, se resuelvan los problemas heredados. Es muy difícil avanzar hacia mecanismos que supongan compartir la factura de las crisis bancarias si no se limpian antes los balances de las entidades. España ya ha realizado un esfuerzo de transparencia y saneamiento considerable, y está en vías de restaurar la solvencia de las entidades dañadas; otros países con problemas deben hacer un esfuerzo similar de transparencia, provisionamiento y recapitalización.

La Unión Bancaria no es, como algunos han dado a entender, un embrollo en el cual Europa se ha metido para salvar a un puñado de entidades españolas con problemas. Sus objetivos son mucho más profundos y mucho más cruciales, pues se trata en definitiva de una cuestión de supervivencia de la Eurozona. Por este motivo, una excesiva insistencia en la recapitalización directa de las entidades con problemas, a través de mecanismos que suponen un reparto de estas pérdidas, sería contraproducente. Lo importante es echar a andar con prontitud y decisión, y dejar para más adelante los pasos más ambiciosos, que exigen una mutualización de los recursos entre los países europeos.

3. El Banco Central Europeo como supervisor

La Unión Bancaria es un objetivo sumamente ambicioso, que supone un cambio muy profundo del marco de regulación europeo. En condiciones normales, este cambio hubiera requerido un período largo de maduración y reflexión, seguido de años de negociación y una reforma del Tratado, de manera similar a la Unión Monetaria: desde que se creó el Comité Delors en junio de 1988 hasta la introducción física de los billetes y monedas en euros en enero de 2002 transcurrieron más de trece años. Sin embargo, al hacerse bajo la presión de unos mercados financieros que dudaban de la permanencia del euro (en una situación que amenazaba con convertirse en una profecía autocumplida), la Unión Bancaria se está construyendo aprovechando una rendija del Tratado: el artículo 127.6, que permite traspasar al BCE “tareas específicas relacionas con la supervisión prudencial”. Desde los primeros debates hasta el traspaso de las funciones de supervisión al BCE habrán pasado, según los cálculos más plausibles, en torno a dos años, si bien es cierto que los pasos finales del proceso (la creación de una autoridad de resolución común y la integración de los Fondos de Garantía de Depósitos) requerirán bastante más tiempo.

La implicación de este procedimiento es doble: por un lado, el proyecto carece de un diseño cuidadoso, especialmente en la transición; por otro, no ha habido un debate sobre qué institución debía actuar como supervisor único, puesto que el BCE era la única opción.

Tener al banco central como supervisor tiene inconvenientes y ventajas. Entre los primeros se pueden señalar los siguientes:

Una excesiva acumulación de poder en el BCE, que concentraría las funciones de política monetaria y supervisión prudencial.

La posibilidad de conflictos de objetivos, si el logro de la estabilidad de precios requiere actuaciones de signo contrario a la estabilidad financiera.

La institución no dispone de expertos en supervisión.

La independencia del BCE dificulta su rendición de cuentas en asuntos que pueden afectar al dinero de los contribuyentes.

Entre los argumentos a favor caber mencionar los siguientes:

La coincidencia en el banco central de las funciones de política monetaria y supervisión prudencial permite realizar de manera más eficaz su tarea de préstamo de última instancia (que de hecho se sitúa en la zona gris entre ambas funciones).

El BCE es una institución establecida, independiente y con credibilidad.

Los bancos centrales nacionales (BCN), muchos de los cuales tienen funciones supervisoras, están dentro de la estructura del Eurosistema y muy integrados con el BCE, de manera que resulta sencilla la transferencia de esta experiencia.

En mi opinión, las ventajas superan con mucho a los inconvenientes. Además, cualquier otra opción hubiera sido claramente menos adecuada: la Autoridad Bancaria Europea (EBA) es una institución propia de la UE-27, en la que no hubiera resultado fácil encajar un mandato para la Eurozona, con el inconveniente añadido de tener su sede en Londres. Y crear una autoridad “ex novo” en tan corto espacio de tiempo hubiera sido un experimento muy arriesgado.

El debate sobre si un banco central debe tener competencias de supervisión o es preferible una autoridad independiente ha pasado por muchas fases en las últimas décadas. Cuando el Reino Unido creó la FSA y sacó las funciones de supervisor fuera del Banco de Inglaterra, en 1998, muchos países adoptaron un modelo similar, especialmente en Europa central y del este, donde la transición a la economía de mercado obligó a la creación de instituciones nuevas. Los bien elaborados argumentos británicos recibieron un notable apoyo en los foros internacionales. En esta crisis, el modelo de supervisor único claramente ha fallado, y muchos países han vuelto a situar la función de supervisión en la órbita del banco central, con el objetivo de facilitar una mejor ejecución del préstamo de última instancia. El Reino Unido ha vuelto a predicar el paradigma del banco central como responsable último de la supervisión prudencial (combatido hasta hace poco) con la misma elocuencia y eficacia con la que en su momento defendió el modelo de supervisor único.

4. Los problemas de la transición

El proyecto de Unión Bancaria arrancará con un supervisor europeo que, sin embargo, tendrá que coexistir con mecanismos nacionales de resolución de las crisis bancarias por un tiempo indeterminado. Se ha señalado, con razón, que este es un fallo de diseño del proyecto que supone un riesgo considerable: en ese periodo transitorio el supervisor europeo, si detecta problemas en una entidad bajo su vigilancia, tendrá que trasladar el problema a la autoridad nacional respectiva, quien será la responsable de utilizar los recursos disponibles y, si estos son insuficientes – como suele ser el caso en las crisis sistémicas –, apelar a los recursos de los contribuyentes. Una autoridad de ámbito europeo tomará decisiones que en última instancia podrán tener efectos presupuestarios en un país miembro. Y, lo que es peor, esos problemas podrán achacarse, con razón o sin ella, a la inadecuada supervisión del BCE.

Esta situación crea un desalineamiento de objetivos e incentivos que entraña riesgos obvios. Por ello es necesario un diseño cuidadoso de la hoja de ruta, y acortar el periodo de transición en la medida de lo posible. La Comisión Europea ha anunciado una propuesta sobre la autoridad de resolución de la Eurozona para mediados de 2013, que debería ayudar a despejar estas incógnitas.

Dadas las circunstancias, el enfoque adoptado – consistente en empezar inmediatamente con el mecanismo de supervisión único europeo e ir completando el mapa de la Unión Bancaria más adelante – es el único posible. Cabe confiar en que el proceso adquiera velocidad una vez iniciado. En todo caso, la Eurozona no tiene alternativa, ya que es urgente detener la fragmentación financiera.

Por otro lado, no será necesario esperar a que el proceso se haya completado para empezar a percibir algunos de sus beneficios. Por ejemplo, la sola implantación del mecanismo único de supervisión permitirá detener la peligrosa deriva hacia las barreras regulatorias mencionada antes, al establecer una autoridad supervisora con un mandato de estabilidad financiera del conjunto del área, lo que permitirá superar las estrecheces de miras nacionales de los supervisores que son responsables exclusivamente de sus entidades nacionales, sin preocuparse de que algunas de sus medidas puedan aumentar el riesgo sistémico en el conjunto del área o incluso poner en peligro la propia unión monetaria.

El establecimiento de una autoridad de resolución para la Eurozona es el paso pendiente clave en el diseño de la Unión Bancaria. Y es particularmente difícil por su interacción con el espinoso asunto de la unión fiscal. Además, tropieza con las dificultades institucionales propias de la coexistencia entre la Eurozona (con 17 miembros, y su intrínseca voluntad de expansión, a medida que los países que no cuentan con “opting out” vayan cumpliendo los criterios de convergencia) y la UE de 27 miembros. Un ejemplo de esta esquizofrenia es la coincidencia de los debates sobre la Unión Bancaria con la de las Directivas de Recuperación y Resolución de bancos (RRD) y Fondos de Garantía de Depósitos (DGSD), dos proyectos en avanzado estado de discusión, que persiguen una armonización del marco de resolución de bancos necesaria para el mercado único, pero mucho menos ambiciosa que lo que necesita la Eurozona. La discusión sobre la autoridad de resolución para la Eurozona, anunciada para mediados de 2013, se producirá una vez se haya cerrado la tramitación de las dos Directivas mencionadas, pero los debates ya se están mezclando, lo que está creando una confusión notable.

La autoridad de resolución de la Eurozona no puede ser el BCE (por sus claros conflictos de intereses), ni la Comisión Europea (que los tendría aún mayores), ni el ESM (cuyas funciones tienen que ver con la resolución de las crisis soberanas). Tiene que ser una autoridad “ex novo”, con capacidad financiera, que sería el germen de un verdadero Tesoro europeo. La creación de esta autoridad requiere una reforma del Tratado que, sin duda, habrá de hacerse en su momento, pero que no sería oportuna ahora, porque podría dilatar todo el proyecto. Lo más pragmático sería asignar un papel transitorio al ESM, que podría conciliar las dos funciones – resolución bancaria y de crisis soberanas –hasta que se cree la nueva autoridad. Más adelante vendría la unificación de los Fondos de Garantía de Depósitos.

5. El final del proceso

Al final del proceso de Unión Bancaria la Eurozona debería contar con un mercado financiero genuinamente integrado. El avance será más lento en los mercados minoristas, donde es posible que se mantengan ciertas especificidades en los sistemas bancarios nacionales, tal como existen hoy dentro de las fronteras nacionales. La separación completa entre el riesgo soberano y bancario se producirá cuando contemos con bancos de dimensión europea, un proceso que la propia Unión Bancaria debería impulsar.

Existen, sin embargo, dificultades prácticas considerables para una integración completa de ciertos segmentos minoristas, por motivos legales e institucionales. Por ejemplo, en el mercado hipotecario hay barreras en el uso transfronterizo del colateral que dificultan que una entidad bancaria de un país conceda un crédito para la compra de un activo inmobiliario en otro país de la Eurozona. Será necesaria una mayor armonización legislativa para superar estas trabas.

Al final del proceso el consumidor de productos financieros se verá beneficiado por una mayor competencia entre entidades, con las consiguientes ganancias de competencia y abaratamiento de costes. Los bancos españoles – que, pese a la crisis, son más eficientes que la mayoría de los sistemas bancarios europeos – están bien preparados para esta competencia y no deberían temerla. Esta crisis es una buena oportunidad para profundizar en esas ganancias de eficiencia, de manera que estemos mejor preparados.

Se mantienen muchas cuestiones abiertas de cara al proyecto de Unión Bancaria, entre las cuales cabe destacar las siguientes:

El papel relativo que desempeñarán, dentro del mecanismo único de supervisión, el BCE y los bancos centrales nacionales (BCN). ¿Cómo de centralizada estará la supervisión? ¿Cuál será la dotación de recursos del BCE y de los BCN? ¿Será este reparto evolutivo, en el sentido de que inicialmente el modelo descansará en mayor medida en los supervisores nacionales, para ir concentrándose luego progresivamente en el centro?

¿Quién será el responsable de las políticas macroprudenciales? Por un lado, se ha argumentado que, si se transfiere la supervisión microprudencial al nivel europeo, parece razonable hacer lo mismo con la parte macroprudencial. Por otro lado, si los “shocks” van a ser principalmente específicos de países, quizá conviene reservar esta tarea a las autoridades nacionales. Cabe matizar, no obstante, que una autoridad europea puede adoptar políticas específicas para combatir perturbaciones en un área concreta (como por ejemplo el supervisor coreano, que, ante una burbuja en el precio de la vivienda, estableció requisitos del ratio préstamo sobre depósitos, LTV, más exigentes para los créditos hipotecarios en las regiones especulativas). Además, los “shocks” sobre los países europeos en condiciones normales no van a ser seguramente tan asimétricos como en el ciclo reciente, porque la propia adopción del euro fue un “shock” único e irrepetible, que explica en buena medida las diferencias en el último ciclo – tanto en el auge como en la caída -- entre el centro y la periferia.

¿Cómo será la relación del BCE con los países de la UE fuera de la Eurozona? Este ha sido uno de los temas de debate más complicados en el diseño del supervisor único, ya que la aprobación de la transferencia de esta función al BCE requiere de la unanimidad de los 27 estados miembros, de manera que, por ejemplo, el Reino Unido tiene capacidad de veto. Las autoridades británicas, preocupadas por la posibilidad de que el BCE tuviera amplia mayoría en las votaciones de la Autoridad Bancaria Europea (EBA), han perseguido (y obtenido) un cambio en las reglas de votación de esta institución que les otorga de hecho un poder de veto virtual. Este debate es una muestra más del desajuste institucional entre la UE y la Eurozona, ya que, mientras que para esta última la Unión Bancaria es una cuestión de máxima prioridad, ha sido necesario dedicar tiempo y esfuerzos a temas muy secundarios para contentar a las autoridades británicas. El propio debate sobre las funciones de la EBA (necesariamente muy devaluadas tras la transferencia de la supervisión al BCE) revela una anómala alteración de prioridades.

6. Algunos comentarios finales

La Unión Bancaria es un proyecto cuyo desarrollo es complicado, cuyo diseño no es óptimo y sobre el que persisten dudas importantes. Pero superar la fragmentación de los mercados financieros europeos es una cuestión de supervivencia para el euro. Es necesario comenzar a avanzar cuanto antes, para convencer a los mercados financieros de la irreversibilidad del proceso.

A nadie se le oculta que existen serios riesgos en la transición, derivados de la coexistencia de un supervisor único y unos mecanismos de resolución nacionales. Para minimizar estos riesgos es preciso acortar el periodo de transición, así como disponer de una hoja de ruta clara, que incluya la creación de un mecanismo de resolución único para la Eurozona y un único Fondo de Garantía de Depósitos.

Aunque existen riesgos en la transición, también es cierto que algunos beneficios son inmediatos, resultado de la transferencia de la autoridad de supervisión al ámbito europeo, que eliminará las barreras regulatorias que en los últimos años han exacerbado la balcanización de los mercados europeos.

Parte de las dificultades de la Unión Bancaria tienen que ver con la contradicción entre unas instituciones europeas diseñadas para la UE y una acuciante necesidad de más integración (económica, fiscal, bancaria y en última instancia política) entre los países que comparten el euro. Los países de la Eurozona y las instituciones europeas deben tomar conciencia de que no es posible avanzar con la rémora permanente de tal desajuste institucional. La reforma del Tratado (ineludible a medio plazo, aunque inoportuna ahora) debe afrontar claramente el hecho de una Europa a varias velocidades. En definitiva, la Unión Bancaria es un proyecto esencial para el euro, que tiene zonas aún poco definidas, pero en el que importante empezar a avanzar cuanto antes.



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