Por Geoffrey Smith
Investing.com - El discurso sobre el Estado de la Unión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tuvo algunos momentos divertidos de teatro político, pero su presidencia no dependerá de anotarse puntos con personajes como Marjorie Taylor Greene y Rick Scott.
Bloqueo fue lo que se prometió cuando los republicanos recuperaron el control de la Cámara de Representantes en noviembre, y bloqueo es lo que tendremos.
Puede que esto no importe demasiado a los mercados mundiales: el rumbo de la economía se fijó mayormente en la primera mitad del mandato de Biden como presidente y habría sido poco probable que cambiara mucho incluso aunque los demócratas hubieran conservado el control de la Cámara. La Ley de Reducción de la Inflación y la Ley CHIPS, los proyectos de política económica emblemáticos de esta Administración, ya están en vigor —para bien o para mal— y los próximos dos años serán un periodo de aplicación: más energía verde y una lenta y parcial deslocalización de la fabricación, sobre todo en el sector de los semiconductores.
Mientras tanto, parece probable que el control demócrata de la Comisión Federal de Comercio y del Departamento de Justicia siga socavando el tipo de cosas que han hecho que empresas como Apple (NASDAQ:AAPL) y Google (NASDAQ:GOOGL) sean tan rentables en los últimos años, sin hacer mella realmente en los argumentos a favor de la inversión en el sector. Una reforma más profunda de, por ejemplo, los precios de los medicamentos o cualquier otra cosa que pudiera alterar radicalmente los argumentos de inversión para las farmacéuticas o los proveedores de atención sanitaria también parece descartada.
Podría ser peor. El bloqueo ofrece al menos cierta previsibilidad, lo que es una virtud en sí misma cuando se trata de hacer política. En cualquier caso, el país parece más preocupado por encontrar el modo de volver a una especie de normalidad tras la vertiginosa agitación de la pandemia. Los tres últimos años han trastornado los patrones de trabajo y consumo de decenas de millones de personas y han generado un nivel extraordinario de incertidumbre, obligando a la gente a navegar entre un auge impulsado por los estímulos y la desaceleración que le ha seguido.
Hay un obstáculo evidente a corto plazo en ese camino de vuelta a la normalidad. Afortunadamente, no es el tedioso teatro en torno al techo de la deuda, donde —como siempre— la terrible realidad del impago forzará una resolución antes de que se convierta en una terrible realidad.
Más bien, el obstáculo es la inflación, esa fuerza insidiosa que socava toda certeza económica.
Hasta hace poco, los mercados financieros se habían convencido a sí mismos de que esta batalla estaba ganada, que la inflación ya no tenía más cancha y que la Reserva Federal no lo admite sólo por no gafarlo. Algunas voces más críticas dirían más bien que la Reserva Federal tiene que jugar hoy a ser dura porque ha perdido su propia credibilidad al dejar que la inflación se descontrola en su día. Sólo en la última semana se han moderado las expectativas de que la Reserva Federal recorte los tipos este año.
A pesar de la caída del IPC seis meses consecutivos, la opinión de que la inflación ha llegado a su fin es, casi con toda seguridad, demasiado optimista. Como hemos argumentado antes en esta columna, los acontecimientos de los últimos años —el divorcio de Europa de la energía barata rusa, el agotamiento de la mano de obra barata en China y el rechazo de Estados Unidos a seguir dependiendo de ella— son todos inherentemente inflacionistas. Es probable que la energía verde y las fábricas de chips que se están planificando en Estados Unidos sean más caras que la energía y los chips a los que sustituirán.
A más corto plazo, la reactivación económica de China ha puesto un suelo firme bajo los precios mundiales de la energía, lo que limitará el arrastre desinflacionista de los precios del petróleo este año y seguirá drenando los fondos de los hogares mucho más allá de la fecha en que se hayan gastado todos esos ahorros de la pandemia. Tanto Goldman Sachs como JPMorgan consideran que los precios del petróleo volverán a superar los 100 dólares por barril a finales de año. Con una tasa de desempleo aún muy por debajo del 4% y casi dos vacantes por cada desempleado, los trabajadores, envalentonados por la actual Administración, se sentirán lo bastante seguros como para exigir salarios mucho más altos, ya sea mediante negociaciones internas o, como ha ocurrido más recientemente, renunciando a sus empleos actuales.
Hay otros factores que podrían sacar a Washington de su estancamiento. Una variable clave en las discusiones sobre el gasto público debe ser en qué punto los generosos paquetes de ayuda militar de la Administración a Ucrania entran en conflicto con la necesidad de respetar el techo de deuda que esté en vigor.
Otra variable es la voluntad —o reticencia— de la Administración a dejar que las relaciones con China se deterioren tras el drama de esta semana con el globo meteorológico/espía y las posteriores informaciones sobre nuevas medidas estadounidenses para denegar a algunas empresas tecnológicas chinas el acceso al dólar.
Sin embargo, son amenazas más lejanas y menos calculables para los mercados. El resto de la presidencia de Biden —y sus esperanzas de reelección— dependerán de cómo se comporte la inflación de aquí a noviembre de 2024. Ninguna promesa electoral del presidente tendrá credibilidad si permite que los salarios ganados por su base de votantes, pobres en activos, se degraden aún más.
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