Los inversores no deben temer la japonización de Europa

Publicado 10.01.2020, 08:46
FDS
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Dados la desaceleración del crecimiento en la eurozona y el deterioro de la industria, el Banco Central Europeo (BCE) decidió en septiembre que había llegado el momento de adoptar nuevas medidas de «estímulo». Los responsables de la política monetaria redujeron el tipo de interés al que paga a los bancos por mantener la mayoría del exceso de reservas en 10 puntos básicos, hasta el -0,5%, con la esperanza de que esto animara a las entidades bancarias a conceder préstamos. Asimismo, retomaron el programa de expansión cuantitativa (QE) de compra de bonos a un ritmo mensual de 20.000 millones de euros para reducir los tipos a largo plazo e impulsar la demanda de préstamos. Si bien se oyeron algunas voces entusiastas –equivocadas, a nuestro juicio–, también se reavivaron las advertencias de los analistas financieros de que la zona euro se hallaba atrapada en un círculo vicioso de tipos de interés bajos, escasa inflación y crecimiento raquítico. Muchos lo llaman la japonización de Europa, recordando la década perdida del país del sol naciente de infausto recuerdo. Pensamos que esta es una premisa falsa que obvia los problemas reales de la potencia asiática y las diferencias entre esta y la eurozona. En resumen, no hay tal japonización de Europa.

En 1990 explotó la burbuja financiera japonesa. Durante la siguiente década, denominada perdida, el país experimentó un estancamiento económico generalizado, con deflación y bajos tipos de interés. Los primeros diez años del siglo XXI no fueron mucho mejores: como el BCE, el Banco de Japón se enfrentó a esta crisis con tipos de interés a corto plazo del 0% –más tarde negativos–, así como con dos programas plurianuales de expansión cuantitativa (2001-2006 y 2010-actualidad) mediante los cuales el banco central adquirió deuda a largo plazo y otros activos para reducir los tipos de interés y estimular los préstamos. Pese a ello, ninguno de ellos alcanzó sus objetivos: los tipos de interés y la inflación siguen hoy en niveles bajos y la demanda interna dista mucho de ser sólida.

A primera vista, el actual cóctel de crecimiento lento, inflación débil, tipos históricamente bajos y política monetaria intervencionista que caracteriza a la eurozona parece similar al de Japón. Esta comparación, con todo, peca de simplista en la medida en que, bajo nuestro punto de vista, ignora el resto de los problemas que atenazan a la economía nipona. Entre otros, los de tipo estructural son una rémora para el progreso, y el Gobierno no parece tener la altura de miras o la voluntad de afrontarlos. En particular, su restrictiva legislación laboral desincentiva la contratación; los grandes conglomerados empresariales poseen a su vez intereses en otros por medio de las participaciones recíprocas, que desalientan la competencia; también afronta restricciones de capital humano, como la baja participación de la mujer en la mano de obra y unos niveles de inmigración seguramente insuficientes para satisfacer la demanda de trabajadores a medida que envejece la población autóctona; y, además, han de sostener a los bancos zombis: entidades insolventes, operativas gracias al apoyo del Gobierno, que sufragan a las sociedades que no pueden pagar sus deudas, es decir, empresas zombis. Esta dinámica inmoviliza el capital e impide la destrucción creativa, es decir, el proceso gracias el cual las empresas rezagadas dan paso a nuevos competidores innovadores.

La rotación política y la burocracia vienen impidiendo la resolución de estos obstáculos –y otros– desde 2006, año en que dimitió el ex primer ministro Junichiro Koizumi. Este dirigió el último gran esfuerzo de reforma que supuso la privatización del gigante bancario Japan Post, que tardó varios años en materializarse, de forma más descafeinada de lo previsto originalmente. Tras él hubo seis presidentes en seis años, impidiendo dicha alternancia que los gobiernos lograran mucho. La estabilidad política regresó a finales de 2012, cuando Shinzo Abe accedió al cargo por segunda vez y adoptó el compromiso de arreglar la economía. ¿Su receta? Un plan basado en tres ejes, Abenomics, compuesto de estímulos fiscales, monetarios y reformas estructurales dirigidas a impulsar el crecimiento, la productividad y la competitividad a largo plazo. Casi siete años después, sin embargo, las reformas no han cumplido las expectativas. Por más que se hayan aprobado rebajas en los impuestos de sociedades, acuerdos de libre comercio y medidas para elevar el número de inmigrantes y mujeres entre la población activa, las reformas del mercado laboral se han demorado en repetidas ocasiones y los modestos esfuerzos por mejorar el gobierno corporativo de las empresas japonesas han caído en saco roto.

Por su parte, la eurozona es más competitiva y no adolece de las limitaciones de Japón. Al no existir la confusa red de conglomerados con participaciones cruzadas, hay más margen para la destrucción creativa. Sus gobiernos nacionales, además, han conseguido aprobar reformas del mercado laboral: España y Portugal emprendieron sendas iniciativas de gran calado en este ámbito durante y después de la crisis de deuda soberana de la eurozona, flexibilizando y abaratando la contratación para las empresas. En la misma línea, entre 2003 y 2005, el Gobierno alemán acometió reformas estructurales a gran escala del mercado de trabajo con el fin de elevar su capacidad de adaptación, preparar mejor a los desempleados para cubrir las ofertas vacantes y racionalizar las prestaciones de desempleo.

Para los que temen que la política monetaria del BCE esté empezando a parecerse cada vez más a la del Banco de Japón, no la consideramos suficiente como para provocar una década perdida. No nos malinterpreten: para nosotros la actual política del supervisor de Fráncfort, que cobra una comisión por el exceso de reservas bancarias mientras compra deuda soberana y corporativa, es errónea y contraproducente. Los bancos toman dinero prestado a corto plazo para financiar la concesión de préstamos a largo plazo, conque el diferencial entre tipos de interés a corto y a largo, representado a través de la curva de rendimientos, afecta a la rentabilidad de su actividad crediticia. Al bajar los tipos, por consiguiente, el QE lacera los beneficios de los bancos, reduciendo así su predisposición a prestar, justo lo contrario de lo que se propone. Los tipos de interés negativos, según nuestras estimaciones, ejercen un efecto similar, ya que también afectan a los beneficios bancarios.

No obstante, nuestro parecer es que la política del banco central no supone un viento en contra tan devastador como lo fue en Japón. Por un lado, el QE actual del BCE es mucho menos ambicioso que el del Banco de Japón, campeón mundial en términos de porcentaje del PIB, cuyo propósito es comprar anualmente 80 billones de yenes –aproximadamente 665.000 millones de euros– en deuda pública a largo plazo, ¡el 16,6% del PIB nominal de 2018i! Como máximo, el BCE ha llegado a adquirir 80.000 millones de euros mensuales en 2016, un valor que en términos absolutos anuales sería más elevado, si bien se sitúa alrededor del 9,1% del PIB de la eurozona, valorado en 10.575 billones de eurosii. La nueva tasa mensual de compras por valor de 20.000 millones de euros está muy por debajo de aquella: una magnitud que consideramos insignificante para mover los tipos mucho más. Además, varios años de crecimiento continuo en la zona euro, a pesar del QE y de los tipos negativos, demuestran que más dosis de un QE erróneo no deberían herir de muerte a la eurozona. Por lo tanto, encontramos pocos argumentos para pensar que esta vez será diferente.

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i Fuente: FactSet (NYSE:FDS), a 18/11/2019.

iiIbidem.

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