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El botón mágico

Publicado 03.04.2019, 14:36
Actualizado 09.07.2023, 12:32
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No sé por qué, probablemente sería la edad, pero cuantas más veces se empeñaba el profesor de religión en alabar la belleza del cuerpo humano y sus inextricables mecanismos que hacían de él una máquina perfecta, más me empeñaba yo en sacarle defectos. En una época en que los colegios religiosos aún no eran mixtos, miraba a mi alrededor y me preguntaba dónde se hallaba aquella belleza de la que hablaba con tal pasión el profesor cuando yo solo percibía el acné invasivo de caras estúpidas semicubiertas por flequillos grasientos que descansaban sobre narigudas protuberancias más propias de accidentes orográficos. Volvía a mirar y me asaltaba de nuevo la idea de que el divino Ingeniero no tuvo su mejor día cuando se puso a perfilar nuestro diseño.

Cuando a la pregunta del profesor respondí que entendía que el dolor, por ejemplo, sirviera para alertar de que podía existir alguna disfunción en nuestro organismo que urgía arreglar, pero que habría sido mejor haber creado un botón de algún tipo para “apagar” tal dolor en caso de volverse crónico, puesto que el efecto de alerta acababa por ser inservible y el sufrimiento causado al individuo era enorme, D. Venancio me miró por encima de sus gafas oxidadas, se reclinó aún más en su silla y me contestó: “¿Acaso un simple mocoso va a desafiar las leyes de la creación de Dios?” y le respondí: “Nooo, no, pero un ajuste para afinarlo mejor sí que podría haberlo hecho”. Cuando al rato me vi en el despacho del director acabé de entender que un centro educativo, entonces y ahora, no destaca precisamente por su funcionamiento democrático sino que es un régimen disciplinario donde cabe poca discrepancia. Cuando leí el parte de sanción que D. Venancio había escrito, la mente se me iluminó aún más, pues alegaba para mi expulsión que yo había acusado a Dios de no haber creado una especie de “botón mágico” para los humanos, algo que él consideraba casi herético. “Botón mágico”, eso era.

Con los años la idea siguió rondándome la cabeza cada vez que veía a alguien prisionero de sus instintos más primarios. ¿Cuántos adictos a las drogas podrían verse liberados de sus cadenas si en vez de tener que pasar por largos y duros procesos de desintoxicación tuvieran un interruptor de encender y apagar con el que poner fin a sus penas y desvaríos y volver a ser dueños de sus destinos? Definitivamente el cuerpo humano era una obra de ingeniería superior pero no era todo lo perfecto que cabría pensar. Apagar nuestros deseos cuando no pueden ser satisfechos y volverlos a activar cuando sí podemos disfrutarlos habría sido una buena sugerencia que proponer si el Ingeniero hubiera tenido a bien habilitar algún servicio para remitir los feedbacks de sus criaturas a lo largo de los varios millones de años que llevamos ya sobre este planeta recóndito en medio del universo.

En ocasiones se diría que el diseñador cambió su plan inicial e ideó soluciones a posteriori que a la larga se les fueron de las manos, porque si no: ¿cómo puede entenderse que el Homo Sapiens desarrollara tal nivel de inteligencia supuestamente para sobrevivir en medio de un mundo hostil plagado de animales más ágiles que él para terminar usando dicha ventaja evolutiva como motor de búsqueda de respuestas a imposibles preguntas metafísicas? De este modo, en lugar de sentirnos los reyes de la creación (como se sentiría cualquier otro animal) por estar en la cumbre de la cadena trófica, con frecuencia nos sentimos abatidos, abandonados al encontrar absurda la razón (si es que la hay) de nuestra existencia. Al final tanta inteligencia no nos sirve para comprender qué diantres hacemos en este mundo. Parece como si nuestra inteligencia hubiera evolucionado más allá de lo que estaba previsto.Pensar otra cosa resultaría muy cruel.

Cuando muchos años después empecé a ver tutoriales youtuberos de la plataforma Ninja con el fin de manejarla a modo de pruebas, unos futuros del S&P 500 por aquí y por allá, otros del Dow, etc., aún no me había percatado de cuán cerca de mi pensamiento juvenil se encontraba la mente de quien diseñó semejante avance tecnológico.

Volvía del trabajo como una exhalación, casi no me daba ni tiempo a engullir el último trago y ya estaba quien suscribe frente a las pantallas unos minutos antes de las tres y media de la tarde programando el ATM de la plataforma, consignando la entrada tras el cruce de la media móvil de 30 con la de 65 sesiones a largos o cortos, calculando los puntos de stop loss y de take profit, etc, etc. Me parecía un sistema fantástico, no había opción al autoengaño pues el stop loss entraba a la vez que la posición y a veces el precio lo tocaba tan rápido que casi no daba tiempo a caer en la tentación de cambiarlo. Pero, claro donde existe una tentación existe la ocasión de caer en ella.

Nadie me advirtió de que los futuros son la Fórmula 1 de las finanzas y tras un buen periodo con los CFD me creía ungido con la suficiente destreza como para batirme el cobre con la primera división del trading.

Al principio todo parecía ir bien, pero llegó una semana en que haciendo gala de voluntad propia, el Dow se empeñó en perseguir mi stop loss, jugueteaba con él, lo acariciaba, y ¡zas! trade fuera. Y así una y otra vez. Como durante no semanas sino meses mi sentido de la dirección del mercado había sido la correcta no podía admitir estar equivocado, errado, wrong, en suma, y los stops saltaban uno tras otro como ranas en un estanque de aguas verdes.


Nivel del Dow en los días a los que se refiere el artículo.

Al final la tentación llegó y caí. Moví el stop de una operación de cortos en el Dow algo más arriba. De momento me perdonó la vida, pues no llegó y volvió a bajar unos puntitos cruciales para volver a recuperar la confianza, de manera que resoplé aliviado. Echándole agallas, cuando volvió a subir el índice a solo dos puntos del nuevo stop no se me ocurre otra cosa que meter otro contrato corto (otros 5$ por tick, es decir, 104 en total) y pensé que ahora sí, el precio sentiría tan pesadas sus alas que no tendría más remedio que caer en picado.

Casi diez minutos después ahí seguía enganchado a las dos operaciones cuando ¡puuuum!, como si del impulso del hombre bala se tratara, el viejo Dow pasó sin anestesia de 16.302, creo que era por donde andaba en aquella época (quién pudiera adivinar el futuro), a 16.360 de una tacada. ¡Diantres!, ¡maldición!, ¡rayos y centellas!, que diría el capitán Trueno, no recordé que a las 16:00 horas publicaban una noticia macro de tres estrellas. Sudores y lágrimas resbalaban por mi cara. Ir perdiendo alrededor de 600 dólares no era para tirarse de un rascacielos, pero si tenemos en cuenta que mi saldo era de 6.000 dólares pues caeremos en la cuenta de que iba perdiendo el 10%, que no era poco.

Como piloto en apuros en pleno vuelo, me puse a comprobar qué había ido mal, cómo pude haber cambiado el límite de pérdidas, etc, pero lo más sorprendente fue descubrir que la barrita del stop había desaparecido, simplemente no estaba, de ahí las abultadas pérdidas en las que estaba incurriendo. Mientras que el negativo ya rondaba los 700 dólares, seguía mirando por aquí y acullá a ver si hallaba explicación lógica a aquel fallo garrafal, “¿no me habrán secuestrado el stop?”, me preguntaba con honda desesperación. Y seguía paralizado sin saber muy bien qué hacer mientras las pérdidas se incrementaban.

De pronto, me dije, me voy a estrellar y habrá que ir buscando el paracaídas. El marcador mostraba -890 dólares y al final encontré que el stop lo había situado, por error probablemente, muy lejos allá arriba, casi en el cielo, y como si no hubiera otro remedio, me resigné a perder 1000 dólares. Después, presa del pánico, decidí que era mejor arrastrar el stop hacia abajo con el fin de limitar las pérdidas, pero se me resistía, el stop no entraba o cualquiera sabe, como para ponerte a buscar respuestas en ese momento. Entonces observo que el viejo Dow empieza a retomar su curva descendente y las pérdidas se reducen a 600.

Ya muy tocado y nervioso, me da por mirar a la derecha del cuadro de mandos de la plataforma y encuentro el botón Close. “¿Cerrar?, ¿todo?, ¿algo?”, claro, he de confesar que las instrucciones no me las había leído a fondo, sería tontería afirmar lo contrario. Sigo peleándome con el stop, “ahora que la pérdida es menor voy a montar la barrita de las narices sobre el precio para que se acabe este infierno”, pero nada, el trade seguía vivito y coleando, qué instinto de supervivencia tenía el cabrito. “¡¡Close, Close!!” se me vino a la mente de pronto, “ese botón debe de ser para situaciones como esta”. Lo presioné con todas mis fuerzas y al poco se hizo el silencio sepulcral de los campos de batalla, un toque y ¡paaaf!, fuera todo. Sí, la pérdida de 600$ no me la iba a reponer nadie, pero el sufrimiento había acabado de golpe. Cuántos momentos vertiginosos de estos tuvo que vivir quien diseñó semejante sistema de desactivación de situaciones explosivas o quizás qué receptivo fue este ingeniero a los feedbacks recibidos a diferencia del nuestro, que nunca pensó en instalarnos un botón mágico.

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