Adrià Calatayud
Pekín, 11 dic (EFE).- Los evidentes signos de debilitamiento del crecimiento de China, un país que transita hacia un modelo más sostenible mientras trata de asentarse como potencia desarrollada, han provocado este año mucha inquietud en todo el mundo.
La segunda economía mundial se dirige a cerrar 2015 con su crecimiento más bajo del último cuarto de siglo -el PIB subió un 6,9 % interanual en el acumulado hasta septiembre- dentro de una transformación que ha llegado acompañada de desafíos en múltiples frentes.
Las mayores satisfacciones para las autoridades han llegado del exterior, en un año en el que China ha conseguido simbólicas victorias, como el lanzamiento del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII) o el reconocimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) al estatus mundial de su moneda, el yuan.
En consonancia con ese ascendente peso internacional, las turbulencias domésticas provocadas por la ralentización del gigante asiático también se han vivido con preocupación fuera de sus fronteras.
Porque China ha alimentado las dudas este año con motivos varios: a los indicadores macroeconómicos a la baja se sumaron en junio las caídas de las bolsas, mientras que las devaluaciones del yuan acometidas en agosto acabaron por sembrar el clima de incertidumbre internacional sobre la solidez económica de este país.
"Aunque un 'aterrizaje forzoso' es muy improbable, se hizo obvio que la transición a un modelo de menor crecimiento sería más movida de lo que se asumió previamente", explica a Efe el director del servicio de inversión de la agencia Moody's para la región Asia-Pacífico, Michael Taylor.
El Gobierno empezó el año rebajando el objetivo de crecimiento a alrededor del 7 % (medio punto menos que la previsión de 2014, cuando el PIB finalmente subió un 7,3 %) y aferrado a una expresión, "nueva normalidad", que quería dar un revestimiento amable a la dura realidad derivada del cambio de modelo.
El menor dinamismo de la actividad industrial china y las caídas de las exportaciones se hicieron pronto palpables y obligaron al banco central a combatirlas a base de estímulos monetarios (seis recortes de los tipos de interés y cinco de los coeficientes de caja desde noviembre de 2014).
Otros sectores, en cambio, permanecían ajenos a esa depresión y, entre ellos, ninguno como los mercados financieros.
Las bolsas subían y subían, atraían a empresas e inversores y rompían un récord detrás de otro hasta regresar a niveles de 2008.
En junio desapareció la euforia y lo que parecía una simple recogida de beneficios terminó en un descalabro en toda regla que, tras varias semanas de pánico repartidas en dos etapas, devolvió a los parqués, ya en agosto, a donde estaban a finales de 2014.
Pocos episodios como la crisis que sufrieron las bolsas chinas este verano ilustran la disyuntiva que atormenta al régimen comunista: ¿dar libertad a las fuerzas del mercado o retener el control centralizado de la economía?
Ese difícil equilibrio seguramente explica por qué reformas largamente anunciadas, como la de las empresas públicas, siguen encalladas.
Más avances se han visto en el campo financiero, donde China ha tomado medidas para dar más protagonismo al mercado, como la liberalización de los tipos de interés de los depósitos o la reforma del tipo de cambio del yuan, con miras a ganar simpatías en el FMI.
El Fondo incluyó a la moneda china entre sus divisas de referencia, en un espaldarazo a la internacionalización del yuan no exento de ironía, ya que unos meses antes Pekín postulaba su alternativa al orden establecido que representa la institución con sede en Washington al lanzar el BAII.
Este banco bien podría haber quedado en algo anecdótico si no hubiera sido por el apoyo de Londres, que en marzo sorprendió al mundo solicitando su ingreso y desencadenó un efecto dominó que recabó para el organismo el respaldo de las principales economías del mundo excepto Estados Unidos y Japón.
El Reino Unido fue escenario en octubre de otro hito en la expansión del gigante asiático al acoger la firma de la que será la primera central nuclear de diseño chino en suelo occidental.
Es un anticipo de la China que viene, de esa potencia económica que sus líderes han ideado en planes como el "Made in China 2025" de modernización industrial, que busca dejar atrás las manufacturas baratas de productos malos para abrazar la alta tecnología.
En ese proceso de maduración de un modelo dependiente de la inversión y la exportación a otro basado en los servicios y el consumo doméstico ya no caben las tasas de crecimiento de dobles dígitos y, de hecho, China tiene previsto ceder este año a India el trono como gran economía que más rápido crece.
"Para hacer que la transición funcione, China debería aceptar tasas del crecimiento del PIB más bajas y hacer más esfuerzos en las reformas y la apertura para que la gente tenga más incentivos para innovar y consumir", señala a Efe el profesor de Finanzas y Economía de la Escuela Internacional de Negocios China-Europa Xu Bin.
Pero la segunda economía mundial es un país desigual y las altas ambiciones del Gobierno contrastan con un recordatorio de su humilde pasado reciente, la existencia de grandes bolsas de pobreza, a las que las autoridades han puesto, también este año, fecha de erradicación definitiva: 2020.